Anécdotas de barrio
- larevistalliure
- 6 ene 2016
- 6 Min. de lectura
Era un verano caluroso, de esos en los que se te pega la ropa a la piel y te dan ganas hasta de arrancártela a tiras. Mi hermano, que por aquel entonces tenía diez años, y yo, con y en mis trece, paseábamos con quienes nos parieron y otra familia de conocidos cerca de la rambla de Poblenou.
Jamás olvidaré ese sábado mediodía, a las doce y media, cuando huyendo del sol, después de ver una convención de harleys, nos encontramos a una entrañable, en un principio, anciana. Iba cargada con cuatro bolsas, dos en cada mano. Volvía del supermercado y no podía casi con su alma. La vi, me recordó a mi abuela materna, me cautivaron su rostro y su mirada, así que me salió de dentro acercarme para ayudarla. Mi hermano se me quedó mirando pasmado, nos habíamos alejado del grupo y ni él ni yo teníamos móvil. Al coger yo una bolsa de su mano izquierda, mi hermano hizo lo mismo con la derecha. Nos miramos, la miramos, e íbamos escoltando a la mujer cuál nietos obedientes.

Cuanto más andábamos más nos pesaban las bolsas, aunque durante el recorrido, eso sí, paseábamos por la sombra. Y no hacíamos otra cosa, como luego me confirmó mi hermano, que pensar en comida, puesto que no habíamos comido nada desde el día anterior. Pese a ello el camino se hizo ameno. Ella, la mujer de la mirada bonita, me contaba sus batallitas y su historia. Tuvo tres parejas y, con las tres, enviudó, ya era mala pata, pensé. Todas fueron de lo más pintorescas. Bueno no se caso con todas sus parejas…a una la conoció poco antes de la guerra, se separaron y él se fue al frente, durante su regreso me contó como la guerra le marcó en su cabeza, no era el mismo. Supuse que me hablaba de la civil, pero como contaba los sucesos ininterrumpidamente me parecía grosero preguntar.
Mientras yo escuchaba mi hermano, que desde siempre ha sido muy activo, nos adelantaba unos cuantos pasos y luego retrocedía. Estaba claro: a él no le interesaban lo más mínimo las anécdotas de aquella anciana, a la que ayudaba por compromiso, solo tenía ganas de deshacerse de la bolsa.
Este hombre, cuyo nombre no recuerdo, pero que era raro y que en su momento me pareció extranjero –o inglés o francés, con demasiadas consonantes- con el tiempo se murió. Con este no se casó sino vaya caso…prestaba tanta atención a sus palabras que perdí tanto la noción del tiempo, como la de los sucesos y su orden cronológico. Seguramente este sea el motivo por el que tengo lagunas, aunque mantenga intactos en la memoria momentos e imágenes.
Tampoco pondría la mano en el fuego afirmando si fue su primera relación estable o la segunda, pero por cómo me contó que la vivieron yo me la imaginaba a ella delgada con un porte elegante, al lado del soldado, rondando lugares bohemios. Les gustaba la música. Instantes después descubriría que ese era el motivo por el que en el salón había un piano.
Del mismo modo que un fin de semana por las ramblas, la narración de la mujer era atropellada y con un ritmo dispar. No solo proseguía incansable a modo de memorias su trayectoria amorosa, sino que también me comentaba furiosa su irritación a causa de su situación actual.
Era evidente, el hecho de cargar con menos peso le proporcionaba una energía de la que minutos antes carecía y el motivo de conversar conmigo parecía devolverle una pizca de rebeldía y de su pasado. Modulaba la voz, gesticulaba y todo sin detenerse.
La razón de su descontento, por aquel entonces, era su situación vital. Al explicarme ella sus relatos, iba yo entiendo cuan de importante era el espacio que le rodeaba. En los últimos años el barrio de Poblenou y su piso, en el que vivió con su pareja y progenitores.
Pues resulta que en poco tiempo debía abandonarlo porque el ayuntamiento con los planos urbanísticos –siguiendo con el 22@- tenía que hacer obras cerca. Estas no solo provocarían un daño considerable en los cimientos del bloque en el que vivía, sino que además, este podía venirse abajo.
Este accidente descomunal se evitaba echando a quienes vivían en el bloque de sus pisos, que habían estado alquilando durante generaciones, y en los que había más de mil historias y recuerdos. Por aquel entonces esta especulación urbanística ya me hacía mala espina.
Pero ¿cómo podían tener la caradura de derribar ese bloque para construir otro, y lavarse las manos proporcionando una cantidad
ridícula e irrisoria de dinero a propietarios y a quienes allí habitaban?
Alucinaba que no me lo podía ni creer, esta creencia estaba acompañada del enfado y, a su vez, también por el descontento de la anciana. Porque claro ¿a quién se le ocurre deshacerse de personas que casi no pueden valerse por sí mismas? Bueno deshecho no es el término adecuado pero por aquél entonces encajaba en mi cabeza.

Tras este momento conflictivo interno que para mi hermano fue inexistente, debido a sus idas y venidas, prosiguió con la siguiente relación.
Un tipo mayor que el anterior, al que conoció pasados los años, y que tenía por costumbre beber un trago de alcohol por las mañanas y otro cuando se encontraba mal. Formaba parte de su dieta. Ella en un principio le quería, ya con el paso del tiempo, como sucede con las flores que se marchitan, esta primera fase amatoria se fue degradando, hasta sentir hacia él ternura. Me pintaba la estampa del mismo modo que un cuadro costumbrista y yo ya me lo figuraba en mi imaginación como un hombre entrado en años, que no era ni la sombra de lo que fue, sentado con las piernas cruzadas y una bata de estar por casa, con un puro en una mano, y con la copa en la otra. En la mesilla redonda la botella de rigor que no falte.
Luego me dijo que había tenido dos hijos de su primera relación, con la segunda no, porque entre el caso y el no me caso… en menos de cincuenta metros llegamos al dichoso bloque. Mi hermano parecía un dragón que inminentemente escupiría fuego.
Subió las escaleras escopeteado, como con un petardo encendido en la entrepierna, esperó a que la mujer abriera la puerta de arriba –una vez abierta la del portal- dejo la bolsa y se desentendió.
Ya me veía yo con la mujer en su piso, con unas ganas interminables de ir al baño y con sed y hambre a partes iguales. Mientras pensaba ‘’ya verás como de buenaza soy tonta, me acabará explicando que es cada habitación, que uso le da, y quienes la frecuentaban en un pasado’’. Digo pasado porque antes de llegar ya me había dicho que todos hacían su vida y que se desentendían, de ahí también mi enfado con las instituciones, el gobierno y las altas esferas.
Vio el cansancio en mi cara, así que me dijo que podía dejar la bolsa en la entrada que ella ya se las apañaría para llevarla a la cocina, como haría con las tres restantes. Me ofreció también un vaso de agua, pero lo que quería era irme, estaba agotada, y al sentirme pérdida –a todo esto mi hermano había desaparecido- sin tener a quien acudir, era una sensación que no era de mi agrado.
Antes de la huida tocaba la visita y ruta obligada por las estancias del piso centenario, un recorrido rápido, con sus correspondientes explicaciones, sin entrar en los dormitorios, y en menos de diez minutos visita finalizada.
No quería irme sin acercarle al menos un par de bolsas a la cocina, era casi la una de la tarde y aún no se había hecho nada para comer.
Me agradeció repetidas veces que mi hermano y yo la acompañáramos y ayudáramos con las bolsas que pesaban como toneladas. Me dijo que casi no veía a sus hijos y que le hizo ilusión pasar el rato con nosotros.
Me pidió disculpas por el pelmazo –según ella, pero que me pareció de lo más curioso- que aguante desinteresadamente. Así que sin replica ni respuesta me puso en la mano izquierda un par de euros, uno para mi hermano y el otro para mí.
-Para que os toméis una cerveza- comentó.
Yo por dentro me meaba de la risa por distintas razones: primero, al decir convencida que con dos euros nos llegaba para dos cervezas, segundo al suponer que yo era mayor de edad y ya el ‘acábose’ fue cuando me vino a la cabeza la frase de, por aquel entonces presidente, Zapatero afirmando algo así como que un café con leche costaba menos de un euro.
Claro, como la cerveza que no me iba a comprar con aquel euro, uno no era mío estaba ya más que asumido.
Me despedí de ella con un sabor amargo, mucha información en poco tiempo, cosas diferentes que a día de hoy con mis 24 años me sigo planteando. Pero sobre todo me quedo con el recuerdo de las historias de la vida de una mujer anónima condensadas en el transcurso de quince minutos.
Baje las escaleras y a la esquina, yendo hacia a la derecha, estaba mi hermano, gritándome para que me acercará, había visto a conocidos, y podíamos, por fin, sentarnos y tomar algo. Eso sí, nuestro euro guardado en el bolsillo, lo suyo nos costó, aunque para mí era algo más que un trozo de metal.

Enea Martirena és filòloga, pluriocupadx, precàrix i voluntària intermitent de l’Associació dels Llibres Lliures.
Comentaris