CUATRO SOBRE CUATRO
- Ángel R. Larrosa
- 31 ene 2016
- 7 Min. de lectura
Cuando despertó aquel mediodía, la primera pregunta que se hizo Antonio fue en qué momento de su vida había mutado su lengua en papel de lija y su paladar en esparto. La respuesta la encontró cuando entre las sábanas sus rodillas toparon con una botella vacía de bourbon. Con un chirriar de óxido levantó sus parpados y consiguió un primer conato de consciencia que se introdujo entre sus enmarañadas neuronas a base de machetazos. Lentamente despegó las sábanas de su cuerpo y se incorporó. Se sentó en el catre deseando que la habitación dejara de moverse. Llevó los pies al suelo e hizo un primer intento de levantarse. No pudo y decidió repasar con la mirada la estancia que le hacía las veces de hogar y de despacho. Más de hogar que de despacho pues hacía tiempo que había dejado, por falta de interés por sus clientes, su profesión de abogado en una situación de espera. La mesa de trabajo, en vez de carpetas y dossiers, estaba repleta de platos con restos de pizzas o hamburguesas, de botellas de cerveza y güisqui y de vasos sucios de azúcares resecos provenientes de cualquier bebida o mezcla de bebidas susceptibles de embotar la consciencia. Del respaldo de la silla colgaban varios pantalones y camisas adornados con lamparones de aceite y salsa de tomate precocinada. La papelera rebosaba de embases de comida congelada y a su alrededor había crecido un aura plateada formada por latas de alimentos en conserva. Sobre otra silla descansaban unos zapatos cubiertos por una costra de barro recogido del descampado en el que uno de sus acreedores le había amenazado de muerte. Los archivadores, lejos de almacenar nombres e historias por orden alfabético, guardaban calcetines y calzoncillos y restos de pan duro en una mezcla imposible y antihigiénica. En una de las paredes, justo detrás de la mesa de trabajo estaban colgados y aún mantenían cierta dignidad, sus diplomas profesionales. En otra, junto a la puerta de entrada, descansaba la orla de su promoción universitaria con las fotos juveniles de sus compañeros, imágenes asesinadas por los dardos que Antonio les lanzaba, lleno de envidia, en el momento en que cada uno de ellos alcanzaba el éxito.
Una tercera pared estaba ocupada por una estantería en la que un microondas y un hornillo eléctrico hacían compañía a unos tratados de leyes que acumulaban polvo desde hacía una eternidad. Tan solo un pequeño estante se mantenía impoluto, en él estaba el portátil y una caja de zapatos llena de resguardos de apuestas. Centrada en el cuarto tabique había una puerta. Puerta que se abrió en ese justo instante dando paso a un ruido de cisterna vaciándose y a una rubia de carnes desbordadas, desnuda. -Joder tío, ni papel tienes. Págame que no aguanto ni un segundo más en esta pocilga- le dijo ella Antonio consiguió levantarse y llegar hasta la mesa de despacho. Su acompañante aprovechó el momento para embutir sus senos en unos sostenes de aro rígido y sus generosas caderas en una minifalda de cuero. Él abrió uno de los cajones y de allí extrajo un revoltijo arrugado de billetes de diferente valor, separó unos cuantos y se los dio a la falsa rubia que se los guardó en el canalillo. -Ahí te quedas- le dijo- y no me busques. Contigo nunca más, ni aunque me pagues el doble- se despidió. Antes de marchar se introdujo dos dedos en la boca simulando vomitar. Antonio, impertérrito, inclinó una silla para dejar caer los zapatos manchados de barro y se sentó en ella. Utilizando toda la longitud de su brazo barrió una parte de la mesa liberándola de su indigesta carga y lanzándola al suelo. En la parte que quedo limpia colocó el ordenador y lo conectó. Entró en internet, abrió favoritos y la página de apuestas. No podía fallar. Esta vez todas las señales hablaban a su favor y tenía el pálpito de los grandes días: el calendario señalaba cuatro de abril, su cumpleaños y el de su hija, él cumplía cuarenta y cuatro y su hija trece, tres más uno cuatro; una rubia se le había ofrecido a las cuatro de la mañana, era la vez número cuatrocientas cuarenta y cuatro que jugaba en aquella página. La apuesta estaba clara: marcaría el cuarto gol del partido el jugador número cuatro del equipo que marchaba cuarto en la clasificación en el minuto cuarenta y cuatro del encuentro. Sólo tenía que decidir si sería con los pies, de cabeza o con otra parte del cuerpo. ¿Y la cuarta opción, dónde estaba la cuarta opción? ¡Necesitaba una cuarta opción! Optó por la cabeza, estadísticamente la menos común. Todo estaba dispuesto, sólo faltaba indicar la cantidad y enviar. Tres mil euros fue la apuesta. Todo lo que quedaba en su saldo del banco, pero su opción se pagaba cuatrocientos cuarenta y cuatro a uno. Otra señal. Se haría rico, seguro. Su dedo acarició la tecla enter y como siempre en ese trance dudó un instante, y como siempre recordó que siglos atrás, durante un pequeño lapso de tiempo, había participado en varias sesiones de terapia de grupo con ludópatas que pretendían rehabilitarse. En aquella época su esposa aún era su esposa, su hija aún era su hija y él aún era persona y los tres creían que podría curarse. Sus datos pasaron a formar parte del sistema informático de los casinos y centros de juego lo que le impedía la entrada en estos sitios. Su mujer le acompañaba del trabajo a casa y viceversa para evitar las tentadoras tragaperras de los bares. Recordó como, gracias a la publicidad radiofónica, descubrió las apuestas on-line y como el anonimato y la intimidad del portátil le hicieron recaer hasta llegar a lo más profundo de la miseria económica y moral. Envió la apuesta. Todo o Nada. Órdago a la grande. De entre la ropa colgada de la silla escogió un pantalón ligeramente sucio y una camisa medianamente arrugada y se vistió. Hasta las cinco y cuarenta y cuatro no tenía nada que hacer, así que cogió el hatillo de billetes que le quedaban y salió en busca de un lugar donde malcomer. En la plaza mayor encontró un puesto ambulante de perritos calientes. Pidió un Frankfurt y una cerveza y se sentó en un banco frente a un restaurante francés de ambiente bohemio del que salían notas de un canon de Albinoni y aromas de mostaza de Lyon. Restaurante en el que en mejores tiempos había comido con su familia. Mientras observaba a los comensales que salían satisfechos recordó sus bromas sobre el culo de los angelotes que sostenían las lamparitas de las mesas. Terminó el bocadillo y su tercera cerveza cuando la puerta giratoria del restaurante volvió a moverse. Detrás de una de sus hojas aparecieron su mujer y su hija, las dos con cara de circustancias. Antonio cogió de una papelera un periódico y se parapetó tras él justo cuando ellas pasaron por su lado. Escuchó un fragmento de la conversación. -¿Pero Laura estás segura de que quieres dejar de estudiar?- preguntaba contrariada la madre. Antonio se mordió la lengua, y solo cuando estuvo seguro de que no le oirían soltó una sonora carcajada. “No te preocupes madre perfecta” pensó “cuando cobre el premio me la llevaré a París y allí se le quitarán estas ideas. Y tú comerás de mi mano”. Regresó a su casa, eran más de las cinco y el partido ya había comenzado. Se sentó en la cama y conectó la radio. Mientras el locutor narraba los avatares del partido Antonio repasó las alineaciones: con el número cuatro Gómez Barroso… llegaron el primer gol y el segundo casi de inmediato, el tercero se hizo esperar, pero llegó…Antonio sonreía y hacía planes: dejar el juego, cambiar de vida, recuperar a su hija, seguir odiando a su esposa… Minuto cuarenta y tres del partido. El árbitro señala una falta. Gómez Barroso sube al remate. Sacan y el balón vuela... Hay un barullo en el área. La pelota entra en la portería. Es el minuto cuarenta y cuatro. “¿Quién ha marcado?” Grita Antonio. “¡Gómez Barroso, Gooool de Gómez Barroso!” le contesta el locutor. “¿Con qué, cómo?” Pregunta Antonio. El locutor le explica la jugada: “¡Centro magistral de Enrique que Pachón prolonga peinando la bola al área pequeña, Roque falla en la salida y se queda la pelota muerta para que el Ratoncito Fernandes remate a bocajarro, pero la pelota golpea en un defensa y el rechace, como en una carambola, da en las nalgas, en el culo, de Gómez Barroso y la pelota se introduce mansamente en la portería! ¡Con el culo, ha Marcado con el culo!” La grúa sujeta en su vértice la punta de una cadena de la que, en el otro extremo, pende una enorme bola de acero. Esta se balancea… se balancea… se balancea e impacta contra un castillo de arena que se derrumba sobre el catre de Antonio, sobre sus manos abiertas, sobre su mugre, sobre su vacuidad. De nuevo esparto en la boca. Se levantó. Sus pies avanzaban lijando el suelo. Sus manos danzaban en busca de puntos de apoyo: la pared, el archivador, una silla. Y por fin llegaron a la mesa. Allí estaba el cajón. En el cajón el revólver. Negro. Frío. Inerte. Lo cogió, puso dos balas en el tambor, separadas. Cuatro espacios libres. Otra apuesta, todo al cuatro. Se llevó la pistola a la sien sin saber si esta vez quería perder o ganar, sin saber qué era ganar ni qué era perder. Creyó poder dominar el azar y ahora le daba al azar todo el poder. Disparó. En el último instante apostó a que la bala quedaría alojada en su cerebro, no fue así, lo traspasó y asesinó su fotografía de la orla.

Ángel R. Larrosa és un escriptor escassament publicat i abundantement impublicable, narrador d'històries esporàdic i ensopegador empedreït amb una pedra de la qual ha agafat estima.
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